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Autos de choque

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Estaba pensando que hace mucho tiempo que no escribo. Y ya de paso, que desde la última vez que escribí mi vida ha dado mil tumbos, como un uno de esos autos de choque que, en el fondo, no va a ninguna parte y se la pega con todo el mundo, y, a poder ser, con toda la alevosía de la que sea uno capaz.

El otro día hablaba con una amiga (y precisamente una que no veía desde hacía dos años) de eso precisamente; de los cambios inverosímiles, y de que la vida puede sorprenderte, para bien o para mal, de maneras que hasta al más pintado se le quedaría cara de panoli.

Para medir esas incongruencias yo uso la libreta de las ideas. Me explico; de vez en cuando me las gasto en una libreta de esas que da gusto ver. Con papel grueso color crema, bien encuadernada, y cubiertas de cuero blando. En esa libreta apunto desde ideas, vivencias, números de teléfono o nombres, y a menudo, incluso fechas. De vez en cuando la abro por una página al azar y trato de recordar cómo era mi vida cuando escribí aquellas líneas, e imagino cómo será cuando escriba la última página. Es un ejercicio curioso porque si se pone uno a hacer inventario de sucesos, y traza el camino hasta el día presente, se da cuenta de que el control sobre nuestra propia vida, sobre ese auto de choque que no sabemos muy bien como funciona, es meramente simbólico.

Así que, en el fondo, sólo nos queda disfrutar de lo bueno de la vida y tener una idea más o menos clara de dónde queremos llegar, porque, desde luego, no sabemos cómo llegaremos.

Los últimos cinco minutos…

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Nimbus-II

He visto una película curiosa. Por un lado no me ha gustado nada. Al final, me ha encantado.

La describiría como una montaña rusa, pero estas suelen durar un par de minutos, sabes dónde empiezas y dónde acabas y en el peor de los casos vomitas hasta la primera papilla. Pero no es el caso; aquí empieza usted sin saber muy bien dónde se ha metido. Luego se encuentra de frente con seis historias perdidas en el espacio y en el tiempo que se alternan una detrás de otra, sin piedad. No ayuda nada el hecho de que en cada una de ellas aparecen exactamente los mismos actores más o menos bien diferenciado de sus otras encarnaciones. Y que una hable sobre los problemas de un anciano olvidado en un geriátrico, y la siguiente de una fugitiva en un Seul postapocalíptico que lucha en una revolución acaba de liar el mogollón en plan apaga y vámonos.

Y finalmente, después de casi tres horas, se acaba casi tan rápido como ha empezado todo.

Si durante ese bombardeo de efectos especiales y espacios históricos combinados con retrofuturismo a veces absurdo, hace uno el esfuerzo mental nada desdeñable de seguir cada uno de los seis argumentos por separado, intentando recordar todo lo que ha pasado antes cada vez que lo vuelven a meter en pantalla, y haciendo las debidas conexiones en su momento, el reultado es un mensaje y una película para quitarse el sombrero.

Se llama El atlas de las nubes, y, la verdad, no podría llevar un título mejor. Al final, como he dicho, lo importante es el mensaje que se deja. Como un crisol en el que metemos una amalgama informe de metales y cristales de todo tipo y lo envolvemos todo en fuego hasta que acaba todo y en el fondo sólo queda ese mensaje.

Yo les invito a que lo descubran casi del mismo modo que lo hice yo; por casualidad.

Llamenle feliz casualidad

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Hace unos años «siniestré» un coche. El como no viene mucho al caso, la cosa es que una placa de hielo se puso en el suelo y una valla se metió en medio. El coche se vendió por miseria y compañía (estaba que daba pena) y como nadie se hizo daño el incidente fue otra anécdota más.

Lo interesante del caso es que, de vez en cuando, veo ese mismo coche cerca de donde vivo. Lo reconozco por la matrícula, que es fácil hasta para mi. Veo como la nueva propietaria se sube, arranca y se va, sin saber que el tio que estrelló su coche la está observando con una media sonrisa. Eso hace que me pregunte cuántas cosas ocurren a nuestro alrededor, grandes y pequeñas, sin que seamos realmente conscientes de ello. Cuantas casualidades que pasan desapercibidas.

Dicen que nosotros mismos somos una casualidad. Surgidos de miles de millones de incidentes afortunados que se iniciaron hace muuuuucho (cuando un pez no se comió a otro, por ejemplo), hasta llegar a nosotros. Paul Auster, autor americano y best seller dónde los haya, es el número uno en lo que a casualidades se refiere. Y no sólo te las plantea, también te las cuela. Estoy pensando en El palacio de la luna, una obra suya que me llegó de manos de un buen amigo, en la academia. La historia entera se basa en la casualidad. La casualidad de que tal personaje estuviera aquí o allí en tal momento hace que otro personaje, también casual, llegue al marco de la historia y, casualmente y sin nadie enterarse realmente, ese mismo es el que ha liado el tinglado.

Lo interesante de todo esto tan apañadamente contado, es que, como ya he dicho antes, Auster le cuela a uno todas esas casualidades sin que, en ningún momento, ponga los ojos en blanco y pase página sin muchas ganas.